Hace casi dos décadas, cuando decidí cambiar mi carrera de las áreas humanitarias a la neurociencia, lo hice con una premisa básica en mente: ¿por qué hay personas que disfrutan haciendo mal a otros? ¿Por qué no tienen conciencia del daño que causan? Desde entonces, mi búsqueda ha sido profunda, tratando de comprender los procesos que subyacen en la maldad humana. Sin embargo, tras años de exploración, he llegado a una conclusión inquietante: muchos de aquellos que pretenden tener el instrumento científico para medir esa maldad, no solo carecen de una ética clara, sino que también son personas que se aprovechan de su conocimiento para perpetuar el daño y causan mal.
Es aquí donde surge una pregunta fundamental: ¿cómo podemos pensar la neurociencia sin ética? ¿La vemos únicamente como un instrumento de control y poder, o existe una visión más profunda, que nos permita reconocer el potencial transformador de este conocimiento, pero siempre acompañado de responsabilidad? Esta reflexión, en mi experiencia, se ha convertido en el corazón de mi trabajo y mi lucha dentro de la ciencia.
En este sentido, la neurociencia ha hecho avances significativos, pero sigue existiendo un problema metodológico grave: la falta de diversidad en los grupos de muestra utilizados en la investigación. La mayoría de los estudios neurocientíficos se basan en muestras homogéneas, compuestas casi exclusivamente por personas de sociedades occidentales, educadas, industrializadas, ricas y democráticas (WEIRD). Este enfoque limitado es aún más problemático si consideramos que solo el 12% de la población mundial pertenece a estos grupos, lo que plantea serias dudas sobre la universalidad de los hallazgos obtenidos. Este sesgo, como hemos visto, no es nuevo, pero sigue siendo una de las grandes limitaciones del campo. Chomsky me lo enseño en Harvard, como podemos respetar a una ciencia que se basa en un paradigma de hombres, anglosajones blancos de clase media. La mayor parte de nosotros no lo somos, de que ciencia estamos hablando, y para que.
La falta de diversidad en los estudios neurocientíficos impide una comprensión completa de los procesos neurocognitivos humanos. Como apuntan Chiao y Ambady(2007), tanto los factores culturales como los biológicos juegan un papel crucial en la formación de la psicología humana. Al excluir de los estudios a poblaciones diversas, no solo se pierden perspectivas culturales clave, sino que también nos alejamos de una visión más rica y matizada del cerebro humano. El desafío aquí es profundo: si no podemos incluir la diversidad en las muestras, ¿cómo podemos garantizar que los resultados sean aplicables a toda la humanidad?
Un problema crucial que subyace a esta falta de diversidad es la distribución desigualde recursos para la investigación. ¿Por qué persiste esta limitación en la diversidad de las muestras? La respuesta está vinculada a la falta de acceso a los medios y recursos en diversas partes del mundo, lo que dificulta que muchos científicos lleven a cabo investigaciones en poblaciones más representativas. Esta falta de inclusión limita nuestra capacidad para abordar preguntas innovadoras y comprender cómo factores únicos —como diferentes sistemas métricos, jerarquías sociales y eventos históricos — pueden afectar al cerebro humano.
Además, no podemos olvidar el papel oscuro de la ciencia en la historia. Grandes dictadores y opresores ( rellenen ustedes los nombres ) eran figuras científicas o intelectuales en su formación. Esto subraya un punto crucial: ser un científico no garantiza que se actúe con ética. La ciencia, si no está acompañada de una reflexión ética profunda, puede convertirse fácilmente en una herramienta de manipulación y opresión, al servicio del poder y de la destrucción.
Como señaló Thomas Kuhn (1962) en su obra “La Estructura de las Revoluciones Científicas”, los paradigmas científicosno solo se definen por hechos objetivos, sino también por los intereses sociales y políticos que los sustentan. La ciencia, lejos de ser neutral, está impregnada de los valores de la sociedad que la produce. Y la neurociencia no es una excepción. Nos enfrentamos a una ciencia que, a menudo, se utiliza no para promover el bienestar común, sino para reforzar las estructuras de poder existentes.
Estas estructuras de poder no solo incluyen gobiernos y dictadores, sino también multinacionales y corporaciones tecnológicas que, al aprovecharse de los avances en neurociencia, adquieren y controlan nuestro capital neurocognitivo. Empresas de tecnología como Google, Facebook, Micerosoft o Apple entre otras, buscan capturary monetizar nuestros procesos cognitivos, comportamientos y emociones. Estas compañías no solo usan nuestra información personal para predecir y moldear nuestras decisiones, sino que además tienen la capacidad de influir en nuestras emociones, deseos e incluso en nuestras creencias. Estas compañías financian los laboratorios y las carreras de científicos ilustres- lean la ironia-.
A lo largo de la historia, los laboratorios científicos también se han centrado en líneas de investigación que excluyen a poblaciones enteras: ya sea por raza, género, clase social o ubicación geográfica. Estos enfoques sesgados limitan las aplicaciones de la neurociencia, perpetuando así las desigualdades en lugar de erradicarlas. Y a menudo, estos laboratorios están más enfocados en investigaciones que tienen una aplicación comercial , de control social, de inducción a un pensamiento único, que en aquellas que podrían transformar el bienestar colectivo, la libertad o el pensamiento. Esto refuerza aún más la idea de que la ciencia, sin una ética sólida, se convierte en una herramienta de control y exclusión.
En mi búsqueda personal, he aprendido que la ética es tan fundamental como la ciencia misma. Que no podemos hablar de neurociencia sin ética, pero cuando voy a los congresos veo que la ética esta ausente, tampoco veo los decálogos éticos de practicasen los laboratorios, y cuando leo muchos de los estudios científicos, observo sus sesgos y puedo leer quien los financio claramente. Es fundamental recordar que la neurociencia no solo debe buscar medir el cerebro, sino también entender la experiencia humana, que es vastísima. La inclusión de diversas perspectivas culturales, el reconocimiento de la diversidad humana y la integración de la ética en la práctica científica son esenciales para que la neurociencia sea una herramienta de transformación positiva, no de control o manipulación.
Mi experiencia personal, que comenzó con la búsqueda de respuestas sobre el mal, me ha llevado a comprender que la neurociencia, como cualquier otra disciplina, debe estar guiada por un compromiso con la verdad, la justicia social y el bien común. No podemos permitirnos que la ciencia se convierta en un instrumento que excluye, discrimina o perpetúa las desigualdades. Como Immanuel Kant (1781) sugirió en su “Crítica de la Razón Pura”, todo conocimiento debe basarse en principios que respeten la dignidad humana.
Quiero finalizar con una lección que siempre llevo conmigo. Tuve el honor de conocer a Rita Levi-Montalcini pocos meses antes de fallecer, y siempre recordaré su consejo más valioso: “Para hacer ciencia, solo necesitas observar la realidad. No necesitas un laboratorio.” Este consejo, de una de las científicas más brillantes de la historia, me ha guiado a lo largo de mi camino. La verdadera ciencia no depende de herramientas o laboratorios sofisticados, sino de la capacidad de observar, entender y respetar la realidad humana en toda su complejidad. Gracias Maestra, te sigo.
Bibliografía: