Es un momento especial estar aquí, en el Congreso de Terapia Forestal en Corea. Rodeados de estos árboles milenarios, de esta naturaleza que respira a nuestro lado, me es inevitable reflexionar sobre el curso de la neurociencia occidental, y sobre cómo su evolución, tan implacable en su análisis y precisión, ha olvidado en el camino algo esencial: la contemplación.

La neurociencia occidental, en su búsqueda por entender la mente y el cerebro, se ha lanzado de cabeza a un enfoque casi bélico: diseccionar, clasificar, observar sin descanso, reducir la vida misma a procesos neuroquímicos. Y, sin embargo, al estar aquí, entre los árboles y el aire vivo de Corea, nos damos cuenta de que esta aproximación ha dejado fuera una dimensión profunda y esencial de la experiencia humana. En este lugar, rodeados de naturaleza, surge una pregunta inevitable: ¿qué hemos perdido en nuestra obsesión por medirlo y controlarlo todo?

Contemplación: la Sabiduría del Lejano Oriente y el Olvido Occidental

En el Lejano Oriente, la contemplación ha sido una práctica central, una forma de sabiduría que trasciende el simple acto de observar. Contemplar es estar con lo observado, dejar que nos hable y nos toque en el lugar más profundo. La naturaleza, en este contexto, no es un objeto de estudio, sino un sujeto de relación. Los bosques coreanos, los jardines zen en Japón, los templos y montañas en China, todos invitan a una pausa, a una entrega. Aquí, la contemplación no es una técnica; es una forma de vida, una conexión con el todo.

En contraste, la neurociencia occidental ha abordado el estudio del cerebro y la mente como un territorio que necesita ser conquistado. Con precisión y lógica, ha diseccionado cada parte, cada célula, cada reacción química. Y, en el proceso, ha dejado de lado una pregunta fundamental: ¿quién es el observador y qué papel juega en lo observado? Al ignorar la contemplación, la neurociencia ha olvidado que entender la realidad exige una apertura a lo que no se puede medir.

El Precio de la Omisión: Violencia y Opresión en el Progreso Científico

Nuestra ciencia, herida y frágil, ha contribuido sin querer a un mundo lleno de conflicto. En la búsqueda de respuestas, hemos generado batallas: batallas por fondos, batallas por reconocimiento, batallas entre teorías y enfoques. Y esa violencia, que parece lejana, no es solo una metáfora. Es la misma violencia que hoy vemos reflejada en el medio ambiente, en las relaciones humanas, en el propio cuerpo que olvidamos cuidar.

Al olvidarnos de la contemplación y de la naturaleza como fuente de conocimiento, hemos reforzado un sistema de pensamiento que necesita vencer y dominar para poder “entender.” ¿Qué tan lejos hemos llegado? ¿Qué tanto hemos comprendido? Sí, conocemos más sobre neurotransmisores, sobre plasticidad, sobre circuitos cerebrales, pero a menudo lo hacemos desde un espacio desconectado, desde una ciencia que está herida porque se ha desconectado de su esencia: la humildad de observar sin intención de controlar.

Naturaleza y Contemplación: La Ciencia Necesaria para Sanar

Es desde esta herida que debemos cuestionar la dirección de la neurociencia occidental. Al estar aquí, en un entorno de terapia forestal en Corea, siento que la naturaleza nos ofrece una respuesta que hemos ignorado. No es la naturaleza un objeto de estudio, sino una maestra de contemplación. Los árboles, las montañas, los ríos no nos piden ser entendidos; simplemente nos invitan a estar, a respirar, a aprender de su ritmo. Y en esa quietud, encontramos respuestas que no requieren fórmulas ni explicaciones complejas.

Quizás la ciencia del futuro no deba consistir en acumular conocimiento, sino en desaprender lo aprendido, en volver a escuchar. Quizás lo que nuestros cerebros necesitan no es solo ser medidos y estudiados, sino ser llevados a esa quietud donde los pensamientos se disuelven y el alma se encuentra con la naturaleza. La neurociencia que no contemple el bosque, que no observe el río, que no escuche el viento, está destinada a perpetuar el mismo ciclo de desconexión.

Hacia Dónde nos Llevan el Lobby Cientifico

La dirección en la que se encamina la neurociencia occidental, obsesionada con la precisión y la medición, nos está llevando a un callejón sin salida. Sin una relación real con la naturaleza y sin una práctica de contemplación, los avances científicos se convierten en logros vacíos, en premios sobre una ciencia que ya no tiene sentido. Los científicos que olvidan que son parte de la misma naturaleza que estudian se enfrentan a un futuro estéril, a un conocimiento que, en última instancia, no sanará a la humanidad ni al planeta.

Por una Nueva Neurociencia de la Contemplación 

En el Congreso de Terapia Forestal en Corea, aprendemos que el conocimiento sin contemplación es conocimiento sin raíces. La neurociencia debe recordar que el cerebro que estudia es un cerebro que habita un cuerpo, un cuerpo que habita un mundo, y un mundo que necesita ser escuchado y cuidado. La contemplación no es un lujo; es una necesidad para una ciencia que desea sanar y no solo entender.

Estar aquí, en el Congreso de Terapia Forestal en Corea, me confronta profundamente con la realidad de lo que hemos hecho con nuestra ciencia. Lo que a mí me llevó a la neurociencia nunca fue el poder; nunca pretendí usar el conocimiento para dominar, y sé perfectamente que quien cae en sus garras termina devorado por sus propias mieles. Sin embargo, veo cómo Occidente ha construido una neurociencia obsesionada con diseccionar el cerebro, con transformar cada emoción y cada pensamiento en una ecuación, en una tabla, en una gráfica en monetizarla.  Hemos convertido el estudio de la mente en un territorio que debe ser conquistado, al que hemos asignado millones y millones de dolares en la búsqueda de un elixir mágico para la depresión, la ansiedad, el insomnio. Pero la verdad incómoda es esta: ¿perseguimos realmente el bienestar, o solo el poder?

Aquí, rodeada de científicos japoneses, coreanos, chinos y de toda Asia, siento una diferencia abrumadora. La neurociencia en Oriente se construye desde una comprensión colaborativa y contemplativa, una extensión del tejido social y del respeto hacia la vida misma. En estos días, he sido testigo de una manera de hacer ciencia donde el foco no está en el reconocimiento individual ni en la competencia por el próximo paper, sino en una búsqueda común, profundamente enraizada en la observación silenciosa y en la interdependencia. Aún no he visto este espíritu con tanta claridad en Occidente. En nuestro lado del mundo, seguimos atrapados en la competencia, en la acumulación de créditos y prestigio, mientras nos alejamos cada vez más de la verdadera razón de nuestra ciencia: el entendimiento y la sanación.

El contraste es inquietante: mientras la neurociencia colaborativa de Oriente se enraíza en la observación humilde y el diálogo con la naturaleza, la neurociencia occidental se obsesiona con el control, la clasificación, y la producción interminable de documentos científicos que parecen servir más a la carrera personal de sus autores que a una comprensión auténtica del ser humano. Nos hemos convertido en mercaderes de la salud mental, negociando a espaldas de la verdadera sanación, pretendiendo encontrar la solución en modelos reduccionistas que ignoran la verdad más profunda: el bienestar no es un producto que pueda ser empaquetado y vendido.

Creo que es el momento de que Occidente baje la cabeza y aprenda de esta humildad. Necesitamos abandonar la ciencia de la conquista y del control, la ciencia que busca producir papers para el currículum en lugar de respuestas para la vida. Necesitamos una ciencia que se desnude de su ego, que deje atrás sus laboratorios y sus modelos teóricos, y que regrese al bosque, a la montaña, a los lugares donde la sabiduría se transmite sin palabras. He pasado años repitiéndolo, y he pasado años escuchando la negación de lo inevitable de parte de colegas muy queridos.. Occidente no tiene respuesta para la depresión, para la falta de sueño, para la pobreza, para la codicia, para la avaricia, para la guerra, para la opresión, para la destrucción de la naturaleza. Y no la tiene porque ese ha sido, precisamente, su negocio.

La neurociencia occidental, en su afán de someter cada rincón de la mente humana, ha dejado de lado algo fundamental: la contemplación. En su obsesión por cuantificar y controlar, ha dejado de sentir, de escuchar, de abrirse a lo desconocido. Hemos olvidado que hay formas de conocimiento que no pueden ser atrapadas en un laboratorio, que existen verdades que solo pueden ser tocadas a través de la experiencia directa y del silencio.

Lo que he visto aquí es la visión de una neurociencia que sabe detenerse, observar, y ceder espacio a la naturaleza. En lugar de imponer sus modelos, se permite ser moldeada por el mundo que la rodea. La contemplación, la paciencia y la humildad no son solo elementos adicionales en este enfoque, sino su fundamento mismo. La colaboración y el respeto hacia lo que se estudia están en el centro de esta ciencia, que entiende que el ser humano y la naturaleza son uno solo, que la salud y el bienestar no pueden ser diseccionados y vendidos en partes.

Occidente debe aprender que no todas las respuestas están en los laboratorios, que hay una sabiduría en la naturaleza que nos hemos negado a escuchar. Necesitamos una neurociencia contemplativa que no sea un instrumento de poder, sino una ciencia humilde y abierta, que no busque ganar terreno, sino aprender a vivir en él. La verdadera sabiduría, esa que buscamos desesperadamente, no se encuentra en acumular conocimientos, sino en ser capaces de vivir en paz con lo que no comprendemos. Y eso, en última instancia, solo lo podremos recuperar regresando a la contemplación, regresando a la naturaleza, regresando al silencio.

Yo regreso a eso, porque esa es mi génesis, ustedes hagan lo que consideren