Yo no estaba en los Emiratos Árabes Unidos, como hubiera sido normal, sino en Mexico. Aquel día el mundo se fracturó, y algo dentro de mí también. Desde mi ventana, el desierto permanecía inmóvil, con esa quietud mineral que engaña. A miles de kilómetros, la violencia había comenzado. El ataque del 7 de octubre de 2023 alteró para siempre la forma en que muchos entendemos la palabra paz. No hizo falta estar allí para sentir el temblor. El horror, cuando es verdadero, atraviesa fronteras y desnuda la conciencia.
He vivido terremotos, inundaciones y guerras. He trabajado en países donde la violencia se vuelve paisaje y el sufrimiento, rutina. Pero aquel día me tocó de un modo distinto. No por la magnitud del ataque, sino por la claridad con que reveló el colapso moral de nuestro tiempo. No había sentido algo semejante desde el 11 de septiembre: la misma incredulidad, la misma sensación de haber cruzado una frontera invisible.
Mi Premio de la Paz de Luxemburgo 2023 me había sido concedido por la labor que realizamos desde The Wellbeing Planet Foundation, acompañando a miles de personas —en su mayoría mujeres— en procesos de paz en cuarenta y nueve países. Ese día comprendí que ningún reconocimiento protege de la impotencia. La paz, cuando se resquebraja, arrastra también el lenguaje.
Entre las víctimas estaba Vivianne Silver, de setenta y cuatro años, canadiense de nacimiento e israelí por elección. La conocí años atrás. Era menuda, directa, con una energía que desarmaba cualquier distancia ideológica. Su voz no imponía: invitaba. Vivianne creía que la paz no era ingenuidad, sino una forma de coraje moral. Fundó Women Wage Peace, un movimiento que reunió a decenas de miles de mujeres israelíes y palestinas en marchas por la convivencia. Decía que dialogar con el otro no era rendirse, sino ensanchar la verdad. Fue asesinada en su casa del kibbutz Be’eri. Su cuerpo apareció semanas después, entre ruinas. Su muerte no borró su legado: lo multiplicó.
Desde aquel 7 de octubre, miles de mujeres israelíes y gazatíes han muerto. Unas, intentando proteger a sus hijos; otras, bajo los escombros o en hospitales destruidos. Ninguna eligió la guerra, pero la guerra las eligió. Y no son las únicas. En 2024, el mundo registró 185 conflictos activos, con más de 676 millones de mujeres y niñas viviendo a menos de 50 kilómetros de un frente armado. El número de mujeres asesinadas en contextos bélicos se duplicó respecto a 2022, y la ONU documentó 4.600 casos de violencia sexual relacionada con conflictos, un aumento del 87 % en dos años. Cada cifra es una vida interrumpida, una biografía que no se contará. Las estadísticas, aunque necesarias, producen distancia. Nos ofrecen la ilusión del control. Pero detrás de cada número hay un cuerpo, una voz y un silencio que nos involucra a todos.
Yo no estaba allí, pero estaban mis amigas, mis compañeras, mis colegas. Durante días recibí mensajes fragmentados: “seguimos vivos”, “no hay agua”, “hemos perdido todo”. El dolor no necesitaba traducción. Cuando el alto al fuego lo permitió, fui a verlas. No para ayudarlas —porque nadie puede devolver lo que se ha perdido—, sino para seguir siendo humana. Fui a escucharlas sin apartar la mirada, a dejar que su relato hiciera lo que la compasión suele evitar: herir, incomodar, despertar. Encontré ruinas, pero también pensamiento. Mujeres que transformaban el caos en sentido, que resistían al silencio con la palabra y a la desesperanza con la acción colectiva. Mujeres que se atrevían a preguntarse mutuamente, sin consuelo ni evasión: “¿Cómo fue para ti aquel día?”
De esa pregunta nació el libro Women Write Hope, donde veintiuna mujeres —árabes y hebreas— se atrevieron a dialogar desde el dolor. No escribieron para reconciliar versiones, sino para sostener la humanidad que la guerra intenta extinguir. En el lenguaje de Hannah Arendt, esas páginas encarnan el gesto más alto del pensamiento: intentar comprender sin justificar. Escuchar al otro no es rendirse. Es reconocerlo. Y reconocerlo es un acto de vida.
Cuando Women Write Hope recibió el Premio de la Paz de Luxemburgo 2025, lamenté profundamente que ellas no pudieran viajar a recogerlo. Pero me alegré enormemente. Fue una alegría limpia, como si el mundo, por un instante, recordara lo que todavía puede salvarnos. Ellas y yo no estamos en las mismas circunstancias. Yo tengo una casa, seguridad, silencio. Ellas viven entre alarmas, ruinas y miedo. Pero compartimos algo esencial: somos mujeres, y somos responsables de nuestra humanidad compartida. Esa responsabilidad no se hereda: se ejerce.
Y, sin embargo, las mujeres siguen siendo las grandes ignoradas en la toma de decisiones sobre la paz. En 2024, solo el 7 % de las personas negociadoras y el 14 % de las mediadoras en los procesos formales de paz fueron mujeres. Apenas el 31 % de los acuerdos de paz incluyeron disposiciones con enfoque de género. La evidencia muestra que cuando las mujeres participan, los acuerdos duran más y las sociedades se recuperan antes. Pero siguen siendo marginadas, como si su papel en la reconstrucción no tuviera valor político. El mundo continúa dejando fuera de las mesas de negociación a quienes, paradójicamente, sostienen la vida durante la guerra y reconstruyen la convivencia después.
Gaza, Israel, Sudán, Ucrania, México, Colombia. Los nombres cambian, pero el patrón no. La guerra siempre encuentra a las mujeres en el centro, no por elección, sino por conciencia. Ellas no son testigos pasivos del desastre: son su contracorriente moral. Allí donde la violencia divide, las mujeres crean comunidades. Donde los gobiernos fracasan, ellas diseñan soluciones. Donde los discursos se agotan, ellas proponen futuro. Escriben, investigan, lideran, siembran, negocian, imaginan. Sostienen la posibilidad misma de lo humano.
Women Write Hope nació en honor a Vivianne Silver, a las que sobrevivieron, y a todas las que se niegan a olvidar que la esperanza puede escribirse incluso en medio de la ruina. He estado con ellas. He llorado con ellas. He comprendido que el trabajo del testigo no consiste en intervenir, sino en preservar el espacio de la verdad. Escuchar, cuando se hace sin miedo, es ya una forma de reconciliación.
El 7 de octubre fue un quiebre, pero también una revelación. Nos mostró el límite de la destrucción y la posibilidad de la conciencia. Mientras las mujeres sigan pensando, creando, organizando y sanando, la paz no será una utopía, sino una forma de lucidez activa. Y quizás esa lucidez —no la fuerza ni la fe— sea lo único que todavía puede mantenernos humanos.
Lean Women Write Hope. Escuchen, en primera persona, lo que ocurrió aquel 7 de octubre. Porque recordar no es mirar atrás: es asumir la responsabilidad de seguir siendo humanos.
Koncha Pinós es neurocientífica, escritora y fundadora de The Wellbeing Planet Foundation. Ha recibido, entre otros, el Premio de la Paz de Luxemburgo (2023), el Premio UNESCO a la Educación para la Paz, el Premio de la Paz de Querétaro (México) y el Premio Héroes de los Derechos Humanos de la Unión Europea. Su trabajo une arte, neuroestética y reconciliación en más de cuarenta países.
