Por Koncha Pinós

Cada época proyecta su sombra sobre el mundo. La nuestra, envuelta en la retórica del progreso y la tecnología, ha extendido una sombra que atenaza lo verde: el rostro oscuro de nuestra relación con la Tierra. Carl Gustav Jung entendió la sombra como el conjunto de contenidos reprimidos o negados por la conciencia, y advirtió que lo que no se hace consciente retorna como destino. La crisis ecológica que hoy enfrentamos —el colapso climático, la pérdida de biodiversidad, la desertificación del alma— es, en su sentido más profundo, una manifestación de esa sombra colectiva. De la perdida de nuestra genesis, que tiene su origen en la revolucion industrial, cuando nos vimos forzados a desplazarnos a la ciudades y abandonar la vida rural.

Cuando el ser humano se separó de la naturaleza, comenzó a proyectar sobre ella sus miedos, sus pulsiones y su deseo de dominio. La Tierra se transformó así en el espejo de una psique fragmentada. La extracción compulsiva de recursos, la contaminación y la violencia ambiental no son simples fenómenos económicos o políticos, sino expresiones simbólicas de una psique que ha olvidado su lugar en el cosmos. Jung, con su lenguaje visionario, habría dicho que la naturaleza se ha convertido en el recipiente de nuestros complejos inconscientes. La sombra verde es, por tanto, el rostro negado de nuestra propia interioridad: la parte de nosotros que niega el límite, que destruye para poseer, que teme la muerte y se olvida de la reverencia.

La ecopsicología analítica propone mirar esa sombra sin huir. Al igual que en la terapia individual, el proceso de sanación ecológica requiere una confrontación con lo que rechazamos ver. En el plano colectivo, esto implica reconocer la complicidad psicológica en la devastación del planeta. No basta con cambiar hábitos de consumo o formular nuevas leyes; hay que transformar la mirada. Jung insistía en que el mal no se redime con condena, sino con comprensión. Aplicado a la ecología, esto significa aceptar que la crisis ambiental no viene de fuera, sino de dentro: de una escisión arquetípica entre el yo humano y el alma del mundo.

El mito del progreso ilimitado —la idea de que la técnica salvará lo que la técnica destruye— es una forma moderna del mito fáustico. Hemos vendido nuestra alma a la ilusión del control. Pero como todo mito reprimido, este también tiene un precio: la pérdida del sentido. Las ciudades crecen, los mercados se expanden, y sin embargo, el vacío existencial se profundiza. La sombra verde se manifiesta en esa sensación de fatiga espiritual, de desarraigo, de saturación sensorial que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Somos, como escribió Erich Neumann, “una cultura en estado de inflación”, desbordada por su propio inconsciente tecnológico.

Desde la perspectiva jungiana, todo colapso encierra un potencial de regeneración. La sombra no es solo destructiva: también es fértil. En los sueños y visiones que Jung analizaba, la oscuridad es siempre el preludio del nacimiento de una nueva conciencia. En la ecopsicología analítica, el colapso ecológico puede ser visto como un rito de paso planetario: un proceso doloroso de individuación colectiva en el que la humanidad se ve obligada a confrontar sus límites y a redefinir su lugar en el orden de la vida. No se trata de regresar a un pasado idílico, sino de integrar la tecnología y la modernidad en un marco simbólico más amplio, donde la Tierra vuelva a ser sujeto y no objeto.

James Hillman, heredero crítico de Jung, señaló que el alma del mundo no se cura con moralismos, sino con imaginación. Lo ecológico, decía, no es solo lo que pertenece a la Tierra, sino aquello que pertenece al alma. La sombra verde puede transformarse cuando se le da forma, cuando se la convierte en imagen, en mito, en acto de conciencia. Un bosque quemado puede ser una tragedia, pero también una revelación: un espejo que nos muestra el estado interior de la humanidad. Solo cuando comprendemos que el fuego exterior es reflejo del fuego psíquico, puede comenzar la alquimia de la reparación.

El arte, la poesía y la contemplación tienen aquí una función crucial. No se trata de decorar la catástrofe, sino de abrir espacios donde el dolor se transforme en conocimiento. En muchas culturas indígenas —desde los pueblos andinos hasta los aborígenes australianos—, el sufrimiento de la Tierra se interpreta como un desequilibrio espiritual. La sanación, entonces, consiste en restaurar la reciprocidad: devolver a la Tierra lo que se ha tomado. Jung intuía lo mismo cuando hablaba del símbolo como puente entre los mundos. Cada gesto de atención, cada acto de reverencia hacia lo natural, es un símbolo que repara.

La sombra verde también habita en la psicología del terapeuta, del maestro, del investigador. Creer que podemos guiar a otros sin trabajar nuestra propia desconexión sería ingenuo. La práctica contemplativa, la meditación en la naturaleza, la observación del propio cuerpo como territorio sagrado, son herramientas que permiten al analista integrar la ecología en su vida interior. Solo un terapeuta que haya sentido la respiración de la Tierra puede acompañar a otros en su retorno al alma del mundo.

Pero este retorno no exige heroísmo ni sacrificio, sino una nueva conciencia del límite. Lo que los economistas llaman “decrecimiento” y los filósofos como Serge Latouche o Tim Jackson describen como “prosperidad sin crecimiento”, puede entenderse desde Jung como un proceso simbólico de individuación colectiva: renunciar al exceso para recuperar el sentido. El decrecimiento no es una renuncia, sino una maduración del alma cultural. Implica aceptar que el bienestar no se mide en expansión, sino en profundidad; que la plenitud no está en poseer más, sino en ser más conscientes.

Autoras como Joanna Macy, Satish Kumar y Vandana Shiva coinciden en que el colapso puede ser un punto de inflexión hacia una civilización más lenta, más simbólica y más amorosa. El decrecimiento interior es, en este sentido, una forma de alquimia psicológica: transformar la compulsión de consumir en capacidad de contemplar. Abandonar la promesa del infinito y abrazar el ritmo finito de la vida.

Jung nos enseñó que la individuación requiere reconciliarse con la sombra. Tal vez la humanidad esté en ese punto: comprendiendo que su grandeza no estará en dominar la Tierra, sino en aprender a vivir con ella. La conciencia del decrecimiento es la madurez de la especie: la sabiduría de saber cuándo detenerse, cuándo escuchar, cuándo volver a florecer con menos ruido y más alma.

Koncha Pinós es escritora, viajera, fundadora de The Wellbeing Planet y directora del Máster de Psicoterapia Contemplativa y Ecopsicología. Su trabajo en investigacion exploralos vínculos entre neuroestética, ecología profunda y conciencia humana, integrando arte, ciencia y contemplación en una visión renovada del bienestar y la vida.

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