Por Koncha Pinós
En toda cultura, el verde ha sido el color de la vida y del misterio. No es solo un tono visible, sino una vibración que conecta con nuestras ganas de vivir. En la simbología universal, el verdor representa aquello que crece, que se regenera, que insiste en florecer incluso después del invierno. Para Carl Gustav Jung, los símbolos naturales —el árbol, el río, la montaña, el jardín— son expresiones de los arquetipos, esas formas primordiales del inconsciente colectivo que contienen la memoria de toda la humanidad. La ecopsicología analítica, nacida de su pensamiento, encuentra en el verdor una vía de reconciliación entre la psique y la Tierra.
En los sueños y mitos de todas las épocas, el verde se asocia a la transformación y a la esperanza, a la vez que al peligro de la disolución. Jung comprendió que el alma humana tiene raíces vegetales: se alimenta de la savia invisible que une el cuerpo con la totalidad. En la psicología analítica, el árbol es una imagen del Self, el centro organizador de la personalidad. Crece desde el inconsciente (las raíces) hacia la conciencia (las ramas), integrando los opuestos en un solo cuerpo. Su tronco es el eje del mundo —el axis mundi—, y su verdor simboliza la energía vital que sostiene la existencia. Así, el árbol no es un objeto que el alma contempla, sino una imagen que la conciencia encarna.
Jung escribió en Símbolos de Transformación que “la naturaleza no es solo el escenario de la psique, sino su matriz viviente”. Esta afirmación anticipa la mirada ecológica contemporánea. Si la mente humana contiene imágenes naturales, también la naturaleza refleja la estructura del alma. Cuando un terapeuta acompaña a un paciente a observar un bosque, no está realizando una simple práctica de relajación: está facilitando un encuentro arquetípico con la fuente misma de la vida. El verde del bosque no solo calma el sistema nervioso —como demuestran hoy las investigaciones neuroestéticas sobre la biofilia—, sino que despierta memorias ancestrales de pertenencia y de sentido.
La mística medieval Hildegarda de Bingen denominó a esa energía Viriditas: la fuerza verde que atraviesa todo lo viviente. Para ella, la Viriditas era el rostro de Dios en la naturaleza, la manifestación de la gracia divina en la savia de las plantas, en el rocío, en la frescura del alma que permanece fiel al origen. Jung habría reconocido en este concepto un correlato simbólico del proceso de individuación: el movimiento por el cual la conciencia florece desde la materia psíquica, buscando la luz sin perder sus raíces. En la ecopsicología analítica, el retorno a la Viriditas es el camino de regreso a la salud interior y planetaria.
Los arquetipos naturales —el árbol, la montaña, el agua, el jardín— son matrices de experiencia. Cada uno representa un modo de habitar el mundo y una función psicológica. El agua corresponde al inconsciente y al flujo emocional; la montaña, a la estabilidad y la visión; el jardín, al alma cultivada; el bosque, al misterio del inconsciente colectivo. En la medida en que la modernidad ha cortado estos vínculos simbólicos, el alma humana ha perdido sus paisajes interiores. La tarea de la ecopsicología no es inventar nuevos mitos, sino reanimar los antiguos para que vuelvan a hablar en un lenguaje contemporáneo.
Desde la perspectiva científica, los hallazgos en neurociencia confirman lo que Jung intuía poéticamente: los entornos naturales promueven coherencia cardiaca, reducen cortisol, y activan redes cerebrales asociadas con la creatividad y la empatía. Pero la ecopsicología analítica va más allá del dato fisiológico: propone que esas respuestas no son solo biológicas, sino simbólicas. La naturaleza no “nos calma” por efecto químico, sino porque nos reconoce. Es un espejo del Self expandido.
El arte puede ayudarnos a redescubrir estos arquetipos. Las obras de Monet, Georgia O’Keeffe o Frida Kahlo no representan paisajes: los encarnan. Pintar un nenúfar o una flor es un acto de correspondencia entre el alma y la Tierra. Lo mismo ocurre con la arquitectura viva de Gaudí, cuyas formas orgánicas traducen al lenguaje de la materia la respiración del bosque. En todas estas creaciones hay una inteligencia verde, una conciencia de que la belleza y la vida son una misma sustancia.
Recuperar los arquetipos del verdor significa devolver a la psicología su dimensión sagrada. Significa entender que los síntomas que hoy nos aquejan —la ansiedad climática, la desesperanza, el vacío— son expresiones de una pérdida simbólica. Ya no soñamos con árboles, sino con máquinas. Ya no habitamos jardines, sino pantallas. En este contexto, el trabajo analítico y ecológico consiste en restaurar la imaginación viva, reabrir los canales del alma que aún recuerdan el lenguaje de las raíces.
En los tratados alquímicos que tanto fascinaban a Jung, el proceso de transmutación se describe como una secuencia de colores: el negro (nigredo), el blanco (albedo), el rojo (rubedo)… pero entre ellos, hay un instante de verdor, el viriditasalquímico, donde la materia comienza a respirar. Ese momento de reverdecimiento interior es también el instante de curación del alma y del planeta. La psicología profunda, unida a la conciencia ecológica, nos invita a entrar en ese espacio intermedio donde la psique florece junto con la Tierra.
Porque la Tierra no necesita que la salvemos: necesita que recordemos.
Recordar que somos parte de ella, que nuestra conciencia es su respiración, que el verdor del alma y el verdor del bosque son uno solo. Cuando esa memoria despierte, el ser humano volverá a ser jardinero del mundo.
Koncha Pinós es escritora, viajera, fundadora de The Wellbeing Planet y directora del Máster de Psicoterapia Contemplativa y Ecopsicología. Su trabajo en investigacion, explora los vínculos entre neuroestética, ecología profunda y conciencia humana, integrando arte, ciencia y contemplación en una visión renovada del bienestar y la vida.
