Por Koncha Pinós
“Un rizoma no comienza ni termina, siempre está en el medio, entre las cosas, inter-ser, intermezzo.”
— Gilles Deleuze & Félix Guattari, Mil mesetas
El fin de los árboles sabios
Durante siglos, la civilización ha construido su arquitectura mental sobre la figura del árbol. El árbol genealógico. El árbol del conocimiento. El árbol de las causas. Pensar era escalar hacia una cima, podar las ramas erradas, ascender. La filosofía, al igual que la ciencia, se organizó verticalmente: jerarquías, fundamentos, raíces únicas, troncos rectos, ramas especializadas. Así nació una manera de ordenar el mundo —y de ordenarse a uno mismo— que exigía un punto de partida, una estructura sólida, una verdad en lo alto.
Pero el siglo XX, atravesado por fracturas históricas y epistémicas, comenzó a sospechar que quizá el conocimiento no crece hacia arriba, sino hacia los lados. Que la vida no es un sistema de ramas, sino de brotes que se cruzan sin pedir permiso. Y que la conciencia no es una torre de control, sino una red sutil de conexiones que se tejen y destejen constantemente.
Fue entonces cuando Gilles Deleuze y Félix Guattari, en un gesto radicalmente vegetal, propusieron una nueva imagen para el pensamiento: el rizoma.
Rizoma: una ontología de la relación
El rizoma no es una metáfora decorativa. Es una forma de ser y de conocer. A diferencia del árbol, que exige jerarquía, continuidad y orden, el rizoma crece sin dirección única, sin principio ni fin. Se propaga horizontalmente, por multiplicación, por contagio, por deseo. Un rizoma es lo que sucede entre las cosas: entre palabras, cuerpos, saberes, memorias, especies.
Una red micelial bajo tierra es rizoma. Un bosque que se comunica por las raíces es rizoma. Una comunidad que vive del compartir más que del poseer. Una conversación entre lenguas que no se dominan sino que se abrazan. Una mente que no necesita ser dueña de sí para existir.
Pensar como rizoma es abrirse a lo múltiple. Es dejar atrás el modelo fálico de la centralidad, del control y del sentido único, y abrazar el devenir, la diseminación, la vibración en red. Es una epistemología del enraizamiento difuso, del entrelazamiento sin posesión.
Ecología del pensamiento: del yo al entre
Esta revolución rizomática no es sólo filosófica. Tiene consecuencias profundas en la forma en que comprendemos el yo, el saber, el arte, la política e incluso el cuidado.
El sujeto moderno —ese “yo” cerrado, autónomo y racional— es una criatura del árbol. Cree que debe crecer solo, tomar decisiones por sí mismo, escalar hacia la cima de su proyecto de vida. Pero ese sujeto está exhausto. Cada vez más fragmentado, más ansioso, más alienado de los ritmos del mundo.
El rizoma propone otra ontología: el yo como interser. No soy una isla, sino un cruce de corrientes. Estoy atravesada por voces, por paisajes, por bacterias, por historias no dichas, por vínculos invisibles. Pensar así es dejar de ser individuo para convertirse en red viviente. Como dice Thich Nhat Hanh: “Inter-soy, luego existo”.
Esta mirada no sólo es más ecológica: es más verdadera. La ciencia contemporánea también lo confirma. En neurociencia, el cerebro ya no se entiende como una jerarquía piramidal, sino como una red dinámica de conexiones que se reorganiza constantemente. En biología, el suelo vivo está compuesto por rizomas, hongos, bacterias que se comunican sin centros. La vida no es una pirámide, sino una simbiosis extendida.
Micelio, memoria, metáfora
El rizoma tiene una hermana práctica en el mundo vegetal: el micelio, esa red de filamentos fúngicos que conecta los árboles bajo tierra. A través del micelio, los árboles comparten nutrientes, señales de alarma, mensajes químicos. El bosque no es una colección de individuos: es una comunidad pensante.
Este modelo, que Suzanne Simard ha estudiado en profundidad, revela algo más que un dato botánico. Es una metáfora viva de nuestra época. Tal vez la verdadera sabiduría no está en las respuestas que alcanzamos solos, sino en las conexiones invisibles que sostenemos. Tal vez la memoria más profunda no está en el archivo, sino en la red.
Deleuze y Guattari comprendieron esto antes de que lo hicieran los ecólogos. Por eso el rizoma no sólo es una imagen del saber: es una política del cuidado, una estética del entre, una espiritualidad sin templo.
Arte rizomático: brotar sin obedecer
En el arte contemporáneo, el modelo rizomático ha tomado cuerpo en prácticas que no buscan representar ni imponer significado, sino crear condiciones de resonancia. El arte rizomático no apunta a la obra cerrada, al objeto terminado, sino a la experiencia que se ramifica en quien la vive.
Obras de Ann Hamilton, Chiharu Shiota, Duván López, o las instalaciones botánicas efímeras de artistas de la tierra, funcionan más como campos de vibración que como declaraciones de sentido. En ellas, la materia no está al servicio del ego creador, sino de lo relacional.
Lo mismo sucede con la poesía vegetal, la arquitectura biomimética, los jardines comestibles o los rituales silenciosos que brotan en los márgenes del sistema. Son brotes sin centro, sin ego. Arte como micelio.
Práctica: pensamiento rizomático para la vida cotidiana
Pensar rizomáticamente no requiere una biblioteca: requiere disposición. Algunos ejercicios para cultivar esta mirada:
Ser rizoma en tiempos de colapso
En esta era de crisis, donde los árboles del saber crujen, el rizoma ofrece no sólo una estética o una idea, sino una forma de resistencia suave. Frente a las estructuras que imponen, brotar. Frente a los muros, tramar. Frente al colapso, enredarnos para sostener.
No hay salida vertical. La salida es lateral, sensible, plural. En los rizomas de afecto, de imaginación, de comunidad, de memoria, de bosque.
Y quizás, al final, entenderemos que no pensamos para comprender, sino para entrelazarnos. Como el micelio. Como el alma vegetal de la Tierra.
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