Mucho antes de que existieran palabras como ecología o biofilia, Hildegarda de Bingen (1098–1179) ya había intuido que la vida humana está intrínsecamente ligada al latido secreto de la tierra.
Monja benedictina, médica, mística, poeta y compositora, Hildegarda veía en la “viriditas” —la fuerza verde de la naturaleza— el pulso mismo de Dios en el mundo.
Para ella, cada planta, cada río, cada brizna de hierba era una expresión viviente del espíritu divino.
Viriditas: El alma verde de la vida
La palabra clave en su pensamiento es viriditas:
la energía verde, la frescura que brota en todas las cosas vivas, la savia secreta que fluye tanto en los campos como en el corazón humano.
“Todo lo que crece en la tierra tiene su raíz en la luz divina.” — Hildegarda de Bingen
Su biofilia no era simbólica: era vibrante, física, medicinal, espiritual.
Cuidar las plantas, las hierbas, el cuerpo humano, era para ella participar en el gran ciclo de la creación.
Naturaleza, arte y sanación
Hildegarda no solo escribió tratados de medicina natural, como el Physica o el Causaeet Curae; también pintó visiones, compuso himnos y escribió poesía que celebraba la vida como un entramado de luces, colores, aromas y sonidos vivos.
Para ella, el arte debía ser un eco de la vitalidad natural: crear era reencontrarse con la matriz verde que sostiene la existencia.
El legado verde de Hildegarda
Hoy, Hildegarda de Bingen resurge como un símbolo del eco-misticismo,
una voz medieval que nos recuerda que destruir la naturaleza es cortar nuestras propias raíces.
Su visión sigue viva: una invitación a honrar el verde interno y externo,
a escuchar el canto sagrado de la tierra.