Si Monet soñó jardines y Leonardo desmenuzó la geometría de los árboles, Paul Gauguin fue el que se lanzó de lleno al corazón salvaje de la naturaleza.
El arte de Gauguin no retrata la naturaleza domesticada: retrata la vida en su estado puro, palpitante, primitivo, ancestral.
En sus viajes a Tahití y las islas Marquesas, Gauguin no buscó simplemente nuevos paisajes: buscó reencontrarse con una forma más esencial de existir.
Sus cuadros son testimonio de esa búsqueda biofílica extrema: el deseo de sumergirse en un mundo donde el ser humano y la tierra aún no estaban separados.
Naturaleza sin filtros, sin máscaras
La vegetación exuberante, los cuerpos humanos integrados en el paisaje, las formas vibrantes y los colores intensos:
todo en Gauguin habla de una comunión perdida entre el hombre y la naturaleza.
En sus pinturas, los árboles no son escenario: son personajes vivos.
La selva, los mares, las flores son expresiones de una vida que no necesita ser “civilizada” para ser sagrada.
La biofilia en Gauguin es radical:
no se trata solo de amar la naturaleza, sino de regresar a ella como a un hogar olvidado.
El arte como reencuentro con lo instintivo
Gauguin creía que el arte verdadero no nace del intelecto, sino del instinto.
Y el instinto, para él, era inseparable de la naturaleza.
Al pintar, buscaba dejarse atravesar por el paisaje, captando no solo su forma, sino su energía vital.
Su técnica deliberadamente “primitiva”, sus colores no naturalistas, sus líneas simplificadas, intentaban volver a una visión directa, no filtrada por siglos de cultura occidental.
La pregunta de Gauguin: “¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Adónde vamos?”
Su famosa pintura, “D’où venons-nous? Que sommes-nous? Où allons-nous?”, resume su obsesión:
descifrar la raíz última de la existencia humana a través de la contemplación de la naturaleza en estado puro.
Para Gauguin, contemplar un árbol, una flor, un río, no era un acto estético:
era un intento de recordar lo que somos.
El legado biofílico de Gauguin
Hoy, en un mundo que ha tecnificado la naturaleza hasta casi olvidarla, Gauguin nos ofrece una lección incómoda y luminosa:
el arte no puede salvarse —ni salvarnos— sin reintegrarse al pulso salvaje de la vida.
Su pintura nos invita a preguntarnos:
¿qué parte de nosotros sigue sabiendo cómo hablar con los árboles, los mares, las flores, sin intermediarios?